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No hay éxito sin convicción

El saldo del año 2018 resulta francamente magro para la Argentina. Ninguno de los pronósticos que registraban las consultoras hacia el fin de 2017 se cumplió, todos fallaron.

Impera en el ánimo general de la gente (incluso en mayor medida entre quienes apoyan al gobierno) una sensación de pérdida de tiempo y de oportunidades enorme. El gobierno de Cambiemos ha sido una gran conjunción de mala praxis y mala suerte.

Hoy, viendo en retrospectiva los momentos clave que se dejaron pasar, uno no puede menos que agarrarse la cabeza, y más aún cuando se confrontan esas oportunidades perdidas con el horizonte electoral del año que viene.

El presidente dejó que se le escurrieran entre los dedos dos momentos mágicos irrepetibles: el de sus dos triunfos frente al peronismo y frente al kirchnerismo (el segundo nada menos en una contienda directa con Cristina Fernández en la Provincia de Buenos Aires). En el análisis de ese misterio deben encontrarse gran parte de las respuestas a los interrogantes que hoy nos apabullan.

¿Por qué el presidente no aprovechó esas oportunidades para hacer lo que debía hacerse? En esta pregunta hay una trampa que introduje a propósito. Se trata de la última parte “lo que debía hacerse”.

Muchos teníamos muy en claro “lo que debía hacerse”, desde decir claramente el país que se heredaba hasta qué políticas y fórmulas se aplicarían para cambiar esa realidad bochornosa de diciembre de 2015.

Otros hasta consideraban, no fácil desde el punto de vista práctico, pero sí claro desde el punto de vista teórico, las medidas que debían adoptarse para iniciar un verdadero camino de cambio. Para ellos debía listarse el tipo de políticas que se habían utilizado en los últimos 70 años (y más específicamente durante la larga década kirchnerista) y hacer todo al revés: donde se había hecho blanco, negro; donde se había hecho negro, blanco. Tan simple como eso.

Esta concepción requiere de un ingrediente fundamental que es la convicción. Solo el convencimiento sólido alrededor de cuatro o cinco (no más) ideas fuerza permitiría afrontar las consecuencias que todo cambio de semejante magnitud implicaría.

Y es por aquí por donde nos vamos acercando a la respuesta respecto de por qué el presidente no perdió una sino dos oportunidades de aprovechar sus momentos mágicos: el presidente no tiene convicciones firmes. Tiene solo un modelo mental terminado acerca de cómo le gustaría que el país fuera, pero no tiene convicciones filosóficas pétreas sobre cómo conseguir ese objetivo.

Cree, por el contrario, que un manejo ad hoc de las diferentes circunstancias que se presentan en un gobierno es suficiente para “ir llevando” las cosas. También está (o al menos estuvo) convencido de que la aplicación gradual de esos manejos producirá efectos antes de que la paciencia se acabe.

El presidente careció entonces del elemento más importante que se habría necesitado para encarar los cambios que el país necesitaba, cuando los grupos de interés que vivieron de la Argentina populista, estatista y prebendaria comenzaran su interesada oposición.

Sin esa convicción resulta hasta lógico que el presidente tuviera miedo de lo que esos grupos pudieran hacer. Solo la convicción vence al temor.

Cuando arreciara el “te rompo todo, te quemo todo” (piqueteros, sindicalistas, las distintas “patrias” que la Argentina supo conseguir, los ladrones kirchneristas, etcétera) habría sido la férrea convicción presidencial la que les hubiera torcido el brazo, con el seguro apoyo mayoritario de la sociedad.

Cuando Reagan y Thatcher asumieron en los EEUU y en Gran Bretaña fueron seriamente “apretados” por los controladores de vuelo y los trabajadores del carbón, respectivamente. Solo la convicción del presidente y de la primer ministro terminó con esa extorsión acaparando, de paso, un masivo apoyo social.

La pusilanimidad atrae la debilidad y el temor. Y estos son directamente contrarios a lo que los pueblos apoyan. Estos siempre se mostrarán al lado de aquellos que aparecen firmes en sus convencimientos y permanecerán lejos de los que dudan.

Por otro lado los activistas del “te rompo todo, te quemo todo” tampoco son estúpidos y si hubieran olfateado un presidente fuerte que atrae con su convicción el apoyo popular, habrían pensado más de dos veces sus acciones antes de quedar aislados de una mayoría social contundente.

Creo que el presidente es un hombre bienintencionado. Lo anima su deseo de hacer las cosas bien y de que los argentinos mejoren. Pero ese buenismo no basta. Es preciso apoyarse en cimientos firmes que solo se construyen cuando uno tiene convicciones inconmovibles.

Mauricio Macri, por ejemplo, no cree en la libertad de los mercados. Pero lo peor es que tampoco descree de ellos. Supone que una mezcla gradual y puntual de principios opuestos puede arrojar un resultado final agradable. Pues bien: eso no existe. La administración de un país debe obedecer a un conjunto ordenado de valores que, de lo general a lo particular, vayan desprendiendo medidas concretas en cada área de gobierno. Pero debe haber un principio rector. Y si ese principio es desafiado, se debe mostrar fortaleza para sostenerlo, dando muestras inequívocas de que estamos seguros de que su aplicación dará sus frutos.

Cuando una sociedad olfatea la duda y la mezcla incompatible de medidas, retira la confianza, los activistas se envalentonan y la mecha del círculo vicioso vuelve a encenderse.

Esto es lo que ha ocurrido en la Argentina: la llegada al gobierno de un hombre de buenos sentimientos, sin envidias, sin resentimientos, sin odios, pero vacío de convicciones. O peor aún: con la convicción de que no es bueno tener convicciones; que son “antiguas”, como estoy seguro que las calificaría su asesor, el inefable Dr Carmela.

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