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No es un caballo sino una caballería

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La detención del señor Omar Suarez, “el Caballo”, es un hecho que supera los estrechos límites de una causa judicial para convertirse en una especie de símbolo de aquello en lo que la Argentina se había convertido: un país dirigido por delincuentes, que ejercían la delincuencia como “profesión” y que “empantallaban” esas actividades con la máscara del servicio público, ya sea por desempeñarse en el Estado o en organizaciones privadas pero de representación colectiva como los sindicatos y las cámaras empresarias.

Se trata de un esquema en donde las estructuras dirigenciales públicas y privadas fueron tomadas por una casta que aprovechó los privilegios de sus posiciones para construir imperios personales al margen de la ley y fortunas que ninguna explotación lícita podía explicar, haciendo a un lado el obvio detalle de que, naturalmente, esas bonanzas jamás podrían haberse alcanzado con los magros ingresos de los funcionarios públicos.

Bajo el argumento clasista de que debía evitarse que la política (en el Estado y en los entes privados de representación colectiva) pudiera ser protagonizada solo por los que tenían plata, la Argentina ha construido y perfeccionado con el tiempo, un sistema por el cual el robo y el enriquecimiento ilícito se convirtió en el principal motor del acceso y de la permanencia en el poder.

Bajo el imperio de esa modalidad hoy no hay, prácticamente, ningún campo en donde el poder no esté cruzado por la corrupción y, en muchos casos, se ha llegado incluso a justificar esos métodos, justamente, bajo el argumento de que solo así “el pueblo” puede llegar al poder.

No hace mucho el impresentable y ubicuo Hernán Brienza -un engranaje de la maquinaria gramsciana de los Kirchner- dijo públicamente eso que “la  corrupción –aunque se crea lo contrario– democratiza de forma espeluznante a la política”. Es decir, según la interpretación K de la historia, la democracia necesariamente debe ser corrupta para ser popular, porque de lo contrario estaríamos frente a un sistema elitista al que solo acceden los que pueden financiar con su dinero la actividad política.

El “Caballo” Suarez ha hecho eso en el sindicato. Como lo han hecho y lo siguen haciendo decenas de dirigentes sindicales que se han apoltronado a sus sillones por los últimos veinte o veinticinco años. Se trata de una banda que, apropiándose de los aportes de los trabajadores, construyó bastiones de extorsión para enriquecerse personalmente y derivar parte de esos recursos al mantenimiento de sus puestos; puestos que, a su vez, les permitían seguir robando. Se trata de un círculo vicioso entre los métodos y los cargos que siempre deriva en la formación de fortunas inexplicables por argumentos lícitos y que solo resultan claras cuando se descubren los innumerables delitos que las produjeron.

En realidad resulta genial el hecho de que estos personajes se hayan montado en la caricatura de lo “social”, en la “defensa de los pobres” y en la “lucha contra los poderosos” para construir, detrás de aquel mamarracho, fortunas incalculables formadas a punta de pistola.

No hay dudas de que los Kirchner han sido a la política pública lo que el “Caballo” Suarez ha sido a los sindicatos: unos farsantes que, engañando a la gente con el verso populista, se llenaron de oro cometiendo toda clase de delitos y tropelías.

¿Cómo se limpia toda esta mugre?, ¿cómo se comienza a vivir dentro de la ley y lejos del apriete, la amenaza, la prepotencia y la extorsión?, ¿cómo se alcanza el deseado objetivo de que la democracia sea a la vez protagonizable por cualquiera y limpia en su financiamiento?, ¿cómo se hace para que el Estado no sea colonizado por una banda de delincuentes de guante blanco que, detrás de consignas demagógicas, se encaraman en los puestos desde los cuales saquean los recursos del pueblo?

No hay dudas de que el país se debe una reforma general de su ordenamiento jurídico, una reforma que privilegia la decencia y que no endose con la ascendencia de la ley el ejercicio de la fuerza bruta y de la ley del más fuerte o de aquel que la va de malo.

Porque, en efecto, más allá de que hay cientos de normas violadas, fue la existencia de otras normas las que permitieron que existieran en la vida pública gente como los Kirchner, los Aníbal Fernández, los “Caballo” Suarez, los D’Elía, los De Vido, los Esteche, los Jaime…

Se trata de normas que provienen de una matriz intelectual clasista que hace rato copó la Academia, la cultura, la Justicia, la educación y que una vez montada fue inteligentemente aprovechada por unos tipos que vieron allí la veta para robar fortunas al mismo tiempo que se presentaban como los primeros defensores del pueblo.

Los torpedos del cambio que necesita el país deben apuntarse hacia ese núcleo matricial gramsciano que cambió el sentido común medio de la sociedad de principios del siglo XX y que exitosamente instaló la idea del triunfo por la fuerza bruta, en tanto esa fuerza bruta fuera ejercida por lo que a priori se definía como “pobres”.

Es hora de que los “pobres” dejen de ser un elemento para justificar del delito. Ese clasismo debe terminar. En tanto los pobres sean la vía para naturalizar el delito, la pobreza no terminará nunca. ¿Por qué? Pues muy sencillo: si para volverme rico debo acceder al poder y para acceder al poder el camino más simple es la demagogia clasista, mi mejor negocio es que los pobres existan por siempre; es más, cuantos más, mejor. Si la pobreza no existiera no podría especular con ella para hacer demagogia y alcanzar las poltronas del poder; si la pobreza no existiera todos los argumentos que se basan en ella para justificar cualquier cosa también caerían.

Por eso es políticamente entendible que haya personajes que públicamente admitan que quieren que este proyecto de cambio fracase, porque si triunfa ellos están muertos.

El “Caballo” no será el último personaje que veremos aparecer en las noticias con procederes similares. Si la Justicia se decide a dar el primer paso para disparar contra la cultura demagógico/delincuencial, al “Caballo” le seguirán muchos, igual que a Cristina Fernández, Lázaro, Aníbal, y la pléyade de personajes de ese submundo al que los argentinos les entregaron, por más tiempo del conveniente, el manejo de su futuro.

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