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Lula vs Fernandez

El ex presidente Lula de Brasil acaba de recibir una nueva condena a casi 13 años de prisión más sus adicionales de inhabilitación para ejercer cargos públicos por nuevos hechos de corrupción comprobados durante su presidencia y que lo tuvieron a él como directo beneficiario.

No hay dudas que lo primero que salta a la vista en una comparativa con la Argentina es la enorme diferencia de velocidad con que los procesos de corrupción son tratados en un país y en otro.

Aquí no solo seguimos esperando que Fernández (dicho sea de paso: ¿por qué a Fernández se la llama simpáticamente “Cristina” como si estuviéramos hablando de una buena amiga cuando nos dejó arruinados económica y moralmente?) vaya presa a ocupar el lugar que legítimamente debe ocupar,  sino que le permitimos seguir haciendo lo que siempre hizo: expoliando a los argentinos, viviendo de ellos con su abultada dieta de senadora, lugar que encima le permite disfrutar de los privilegiados fueros que la protegen de la rejas.

Se trata de una incalificable demora de los jueces que frente a la abrumadora cantidad de prueba, siguen dando vueltas sin tomar contra la jefa de la banda -como la calificaron los fiscales- las medidas que corresponden.

También es una responsabilidad de la corporación política que impide que vaya a la cárcel bajo el imperio de una “doctrina” que ellos mismos inventaron según la cual ninguno de ellos puede ser desaforado mientras no haya sentencia definitiva.

Esa historia es como decir que la circulación de motocicletas va a seguir estando permitida siempre y cuando los rayos de las llantas de las motos sean de oro 18 quilates.

Fernández es una defraudadora de los fondos públicos argentinos; alguien que no puede justificar un solo centavo de los millones que tiene ni un solo gramo del estándar de vida que se da. Nunca trabajo. Siempre fue funcionaria pública con ingresos teóricos en línea con los que paga el Estado por esas tareas. Nació a la función pública en Santa Cruz. Allí tampoco se le conoce una actividad privada productiva que justifique ni sus billetes, ni su vestuario, ni sus propiedades, ni sus cajas de seguridad, ni sus joyas, ni sus relojes, ni su estilo de vida. Está por verse -porque nunca nadie presentó una prueba definitivamente concluyente en ese aspecto- si es siquiera abogada de la matrícula.

Tampoco se puede disimular la evidente movida política del oficialismo que no hizo nada por acelerar los procesos en contra de la corrupta. Todo el mundo coincide que con la complicación económica que el gobierno de Cambiemos encontró en su performance (mezcla de impericia, mala suerte, mala praxis y ensoñaciones imposibles) el ala “rosquera” de esa coalición encontró conveniente ralentizar los procesos contra la jefa de la asociación ilícita para que su presencia en el horizonte político siguiera espantando a medio país y con ello asegurarse el respaldo de una mayoría temerosa de que regrese al ruedo la dueña de semejante caos.

El pequeño inconveniente que estos cráneos no vieron (más allá obviamente de pasarse los principios de la Justicia por sus más íntimas tumbas etruscas) es que la sola presencia de semejante esperpento en el horizonte político argentino era lo mismo que pegarse un tiro en el único pie económico sano que les quedaba: a un pie ya lo habían destrozado ellos mismos con sus medidas graduales, equivocadas y temerosas y al otro lo hirieron de muerte al presentarle a la comunidad inversora la latente posibilidad del regreso de Fernández.

¿Quién en su sano juicio pondría un solo grano de arena para producir más en un país en donde uno de los posibles horizontes sea “Fernández presidente”?

El sector privado productivo está en vías de extinción en la Argentina. Una extinción meticulosamente estudiada y llevada adelante por el orden jurídico que impera en el país. Se trata de una destrucción llevada a cabo a propósito y con la fuerza de la ley.

Cualquier actividad de emprendimiento en la Argentina está básicamente prohibida, porque así lo dice la ley. Solo el sumergirse en un kafkiano proceso de autorizaciones, legalizaciones, certificaciones y otros procedimientos burocráticos podrían eventualmente levantar el principio de prohibición.

Toda esa estructura legal ha sido edificada básicamente desde el peronismo, que es, paradójicamente, el que reclama “que se ponga en marcha el aparato productivo”. ¿Cómo se va a poner en marcha algo que está prohibido hacer? ¿Y quién lo prohibió? ¡El que reclama que se ponga en marcha!

Si a este sinsentido económico se le agrega el hecho de que Fernández pueda volver al poder, nadie en su sano juicio puede esperar movimiento económico productivo, y menos aún con las tasas de interés y la inflación rondando el 50%.

Fernández, como Lula, debería estar sentenciada y en la cárcel, no gritando ironías desde una banca del Senado a sueldo de la sociedad y ejerciendo un poder capaz de interferir el curso de la Justicia.

Esta increíble demora es otro de los datos políticos que explican cómo el país perdió cuatro valiosos años en los que podría haber demostrado que su preferencia por una nueva moral era verdadera.

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