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Lo único que realmente existe

A primera vista parecería imposible que todo el pensamiento humano de todos los tiempos pudiera reducirse a dos y sólo dos grandes concepciones.
Pero si uno se sitúa en el centro individual de las personas y evalúa desde allí cómo la filosofía ha decidido situarse frente a ellas, esa división binaria es perfectamente entendible.

En efecto, teniendo en cuenta esa centralidad del individuo la humanidad parecería tener solo dos sesgos frente a ella: uno de confianza y otro de desconfianza.

La filosofía que confía en el individuo es, por supuesto, la filosofía de la libertad; aquella que cree que efectivamente las personas son capaces por sí mismas de remover los obstáculos de la vida y abrirse paso hacia un objetivo de confort y de standard de vida razonable para sí y para sus familias.

Las filosofías que desconfían del individuo son, obviamente, las diferentes variantes del colectivismo, que suponen que los seres humanos no son capaces de valerse por sí mismos y, por ende, necesitan de la construcción de una superestructura que se encargue de ellos y resuelva por ellos todas las vicisitudes de la vida.

Resulta obvio que esta última concepción es la más compatible con la demagogia y el populismo. Es la que más se emparienta con el líder carismático que a fuerza de gritos nacionalistas se gana la simpatía de las masas amorfas que se alejan así de la centralidad del individuo para confundirse en un magma innominado gritón e irracional.

La filosofía de la confianza individual hizo ancla en el país con la Constitución del ‘53 que adoptó la escuela jurídica norteamericana de los “ derechos de”. ¿Qué significa eso? Muy sencillo: que la Constitución le dice al individuo, “confío en vos… Aquí te dejo una caja de herramientas (los derechos individuales) para que te manejes con total libre albedrío dentro de tu propia voluntad; no voy a ponerle límites a tu ascenso, ni obstáculos a tu camino; es más: si los encuentras me comprometo a removerlos… Pero, ojo: no te garantizo nada, ningún éxito, ningún piso… nada: sos vos, tu ingenio, tu esfuerzo y tu vida por delante… Sé que podes. Vamos a conquistar ese tesoro inmenso llamado ‘vida’”.

La filosofía de la desconfianza en el individuo nos vino en nuestros genes y en nuestra herencia legal histórica y fue reforzada y profundizada por el nacionalismo populista del peronismo demagógico.

Esta filosofía se basa en una desviación viciosa de los “derechos de” a los “derechos a”.

La concepción original de la Constitución fue entonces cambiada y pasó de tener derecho DE aprender y enseñar, DE comerciar, DE ejercer industria lícita, DE transitar, DE entrar y salir del país, a tener derecho A una casa, A unas vacaciones, A una determinada retribución, A una jornada limitada, A unas convenciones colectivas y así sucesivamente.

El imperio de la teoría de los “derechos a” necesita de la ineludible existencia de un ‘proveedor’: no hay “derechos a” si no hay un proveedor que los materialice.

En esa falacia se han encaramado los populismos del mundo para decir “somos nosotros quienes, desde el Estado, les suministraremos los productos terminados de los “derechos a”.

No hay que pensar mucho para advertir el relajamiento que semejante invitación a la vagancia produce en toda la sociedad.

Es como si una generalizada flaccidez de apoderara de todos sus músculos.
Esa debilidad a su vez se transforma en una polea de transmisión para los ocupantes de los sillones del Estado (los teóricos “proveedores” de los bienes y servicios terminados) que se apoyan en esa debilidad para hacer de todos los individuos una especie de esclavos políticos suyos.
Se trata, como se ve, de una demoníaca forma de gobierno en donde los esclavos creen que sus amos, en lugar de sodomizarlos, los ayudan.

Las fórmulas pueden disimularse en miles de variantes pero en el fondo las formas de gobierno, según tratemos a la persona individual, son solo dos: o confiamos en ella o no.

Resulta particularmente sintomático que la gente crea que quienes llegan para favorecerlos en realidad los hunden y que éstos -que se presentan como los salvadores – sean en realidad los verdugos.

Este y no otro es el verdadero misterio del cual los países emergentes como el nuestro deben tomar nota para resolver al mismo tiempo sus dramas y sus futuros.

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