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La pretensión de retroceder en el tiempo

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España atraviesa por un momento crucial de su historia contemporánea. Quizás haya que ir en el tiempo 600 años para atrás para encontrar una situación similar -que compromete la conformación misma de su territorio- cuando las coronas de Castilla y Aragón decidieron fusionarse y formar lo que luego conocimos como el embrión de la España moderna.

No hay dudas de que Europa está atravesando un momento en donde antiguos nacionalismos vuelven a aflorar como si todo el tiempo de desarrollo europeo transcurrido en los últimos 70 años no haya existido.

Europa es un continente, efectivamente, de “naciones” no de países. Los pueblos identificados con una nacionalidad han precedido la conformación de los estados nacionales. El tema es que luego de la Segunda Guerra Mundial, el fenómeno de la Comunidad Económica primero y de la Unión Europea después, estaba de alguna manera destinado, justamente, a darle al continente ese viraje “americano” que responde a la idea inversa: los países están por encima de las naciones y distintos pueblos que representan a distintas “naciones” pueden vivir en paz en un mismo territorio, bajo una ley común, igual para todos y frente a la cual todos sean iguales.

Es la idea del crisol de razas, del “melting pot”, en donde en un imaginario caldero se funden las distintas “naciones” para dar nacimiento a una entidad nueva en la que pueden convivir culturas diferentes bajo la idea del respeto y la convivencia.

Eso funcionó en Europa luego de la caída del fascismo, del nazismo y del comunismo y le permitió al continente avanzar enormemente en su desarrollo económico y en su nivel de vida, como quizás nunca antes lo había hecho.

Pero a esta altura resulta evidente que las viejas raíces del nacionalismo siguieron funcionando por debajo de las performances económicas y haciendo un trabajo lento pero perseverante para que las “naciones” no olvidaran sus orígenes y no dejaran que sus ancestrales tradiciones fueran “compradas” a fuerza de billetazos de riqueza.

Se trata de un pensamiento absurdo y resentido. Pero que se ha hecho fuerte en algunas comunidades que vuelven a reclamar para sí la recuperación de una soberanía cerrada y tendiente a la “pureza” nacional.

Cuesta creer que un continente que ha tenido tantos inconvenientes con la “pureza” juegue alegremente con ese concepto que le costó la vida a millones de seres humanos que fueron carne de cañón de una concepción que tenía, justamente en la idea de la reivindicación de la pureza racial, el leit motiv de sus acciones.

En el caso catalán, se están manifestando esas fuerzas que prefieren una comunidad cerrada solo a los puros en lugar de una convivencia pacífica entre diferentes en donde el Derecho es la base común que ordena la concordia.

La postura del gobierno central español no es fácil desde ya. Lo que ocurrió ayer, en escenas que recorrieron el mundo de la mano de los noticieros de TV, puede que haya exacerbado el ánimo de muchos y que, incluso, haya inclinado hacia el independentismo a una franja de catalanes que miraba el espectáculo desde cierta neutralidad.

El referéndum en sí careció de todo rigor profesional: no había un registro centralizado de las votaciones, se podía votar en cualquier lado, con cualquier papel y está claro que, de haberlo querido, muchas personas podrían haber votado las veces que hubieran querido en cualquier lugar. De modo que lo que sea tomado como “resultado” está seriamente viciado por un procedimiento que estuvo lejos de cumplir con los mínimos estándares de seriedad.

La manera en que las fuerzas de seguridad encararon la orden del presidente Rajoy de impedir el referéndum también distó mucho del profesionalismo quirúrgico que se necesitaba en esta ocasión. Hubo hechos de brutalidad manifiesta que no hacen otra cosa que dar material de propaganda gratuita a quienes buscan una secesión tan traída de los pelos como nefasta, tanto para Cataluña como para España.

No hay ganadores aquí. El verso del idioma, de los ancestros, de la historia y de la “nación” esconden, en realidad, otra frustración: la de no poder convivir con la diferencia cuando lo único igual y común a todos es la ley.

El tema del Derecho Común no es una cuestión menor. Ese concepto quizás haya sido la más innovadora y revolucionaria idea que el hombre haya inventado jamás: que diferentes personas, de distintos orígenes, que creen en diferentes cosas y que buscan objetivos distintos en la vida, puedan convivir en paz y en concordia bajo una ley común, imparcialmente aplicada por una Justicia independiente y equidistante de las pasiones.

Parece sencillo su enunciado y muy tentadora su adopción. Pero son pocos los países que han podido realmente ponerla en práctica. Hasta la propia América, la creadora por definición del concepto, parece tener problemas hoy con su implementación.

Esta realidad prueba que son la paz y la concordia las bases más difíciles de lograr en un territorio determinado. Las grietas sociales no son patrimonio de los argentinos, que han hecho de la división una especie de divertimento nacional desde su propio nacimiento. La diferencia es que mientras en Europa existen efectivamente razones objetivas en las cuales apoyar cierta justificación a las diferencias, aquí todo parece responder a un artificio de la política que se ha valido del resentimiento, no para reivindicar ninguna tradición ancestral, sino simplemente para llenarse los bolsillos de oro.

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