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La lucha cultural y los contragolpes

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El populismo nacionalista y autoritario; aislacionista y estatista aún está en condiciones de propinarle muchos disgustos a la Argentina.

El resultado de la elección de noviembre del año pasado muestra una sociedad fuertemente dividida en cuanto al perfil de país que desea una mitad respecto del que desea la otra. Por supuesto que existe, en los márgenes, un fanatismo obsoleto que multiplica por mil algunas de las tendencias naturales de una mitad de la sociedad.

Es cierto que esa mitad es fuertemente estatista, antiliberal, en mucha medida antioccidental, y partidaria de la continuidad histórica del caudillismo. Pero el mayor daño que esa tendencia le hace al país (en términos de progreso socioeconómico) no se basa tanto en sus preferencias sino en la plataforma de apoyo que le aporta a los fanáticos.

En efecto, los fanáticos (que, en el fondo, son una mezcla de dinosaurios ideológicos con vivarachos que lo único que persiguen es el yeite del Estado para llenarse los bolsillos) especulan con las creencias de esa mitad de la sociedad para llevar agua para su molino.

Los fanáticos tienen una muy inteligente manera de manejar la comunicación y los golpes de efecto mediáticos. En el reciente caso de las tarifas, por ejemplo, lograron, en un par de semanas, pasar de un escenario en donde más del 80% de la gente había pagado los nuevos precios de la energía sin queja a otro en donde prácticamente todo el país estaba en estado de rebelión.

Un trabajo notorio de manejo de los medios apelando a la sensiblería (tan tangueramente argentina) sumado a declaraciones rimbombantes, plagados de demagogia, y batiendo el parche de la justicia social, fueron suficientes para arrinconar a un gobierno culposo que, además, había privado al país del elemento más importante para la toma de posiciones y de decisiones: la información.

Esa “viveza” no puede ser subestimada. Se trata de un partido que podes perder después de haber pegado cinco tiros en los postes, haber convertido al arquero rival en figura y de haber arrinconado a tu adversario contra su propio arco, simplemente porque el rival arteramente te esperó y, cuando te vio desguarnecido, te tiró un contragolpe mortal a los 93 minutos.

Esos partidos no se pueden perder. O, al menos, no se pueden perder por eso, por no prever un contragolpe.

El gobierno de Cambiemos debe trabajar sobre la idea de que, más allá de haber ganado las elecciones, una parte importante del país se resiste culturalmente al cambio. Es curioso en ese sentido que la coalición gobernante haya elegido ese nombre como su distintivo y que parte de los fanáticos hayan usado la palabra “resistencia” para referirse al tipo de acción que desarrollarían contra Macri.

Es más, fundamentalmente el componente “PRO” de la coalición, tuvo que ser muy cuidadoso al referirse a ciertas cuestiones económicas para tener alguna chance de ganar. Sabían que “si se pasaban de mambo” el fiel de la balanza que podía darle el triunfo, le daría la derrota.

El presidente y su equipo deben caminar con inteligencia ese estrecho desfiladero para ir sumando –casi de a uno- a más argentinos a la idea del cambio cultural, de lo contrario sucumbirá ante el contragolpe de la cultura dominante.

Esa cultura forma parte incluso de muchos de los miembros de su propia coalición, con lo que la tarea por delante es, efectivamente, ímproba. Tampoco debe descuidar el componente ladino que caracteriza a la mayoría de los fanáticos. Sin un poco de picardía estará también expuesto al contragolpe del minuto 93.

La cultura es una especie de segunda naturaleza. Por eso es tan difícil de cambiar. Se haya metida en el tuétano de la masa y sus mantras se repiten sin pensar, como un reflejo condicionado. Esa cultura reina en muchos argentinos de buena fe que no tienen otra concepción de la vida, simplemente porque nunca han probado nada diferente. Una nomenklatura viva y cínica, fue lo suficientemente maliciosa como para destruir el camino alternativo que tienen las vivencias, que es la educación.

En efecto, aun cuando la mayoría de los argentinos no hubiera tenido la oportunidad de ver otros modelos sociales con sus propios ojos, bien podría haber leído sobre ellos, haberse instruido acerca de sus logros, haberse enterado sobre otras maneras de ver el mundo y de entender la vida.

Pero el nacionalismo simplón (y “vivo” porque en realidad sabía que envolverse en la bandera era uno de los caminos posibles para defender sus privilegios) mantuvo a la mayoría de los argentinos en la ignorancia, en el aislamiento cultural, en el mismo caldo de cultivo que había producido su fracaso y su miseria. La cultura de la dependencia, de la limosna, del asistencialismo y de la gratuidad se retroalimentó.

Ganar esta lucha demandará años. Cuando la ignorancia le entrega una carta de triunfo a lo que no es otra cosa que la persecución de una conveniencia personal, el camino del cambio se empina. Es como si fuera un partido de tenis de dos contra uno: la ignorancia y la conveniencia de los fanáticos contra el cambio.

Ese encuentro, desparejo de entrada, puede hacerse casi imposible si el jugador individual no deja de cometer dobles faltas, errores no forzados y de jugar permanentemente con un sentimiento de culpa.

El presidente debe tomar conciencia rápidamente de que no puede seguir ese camino. Debe ser más claro en la explicación de que, efectivamente, encara y se propone cambiar la cultura de la dependencia por la de la responsabilidad y la independencia individual.  Y debe ser, al menos, tan pícaro como los fanáticos para no perder ese partido a manos de un contragolpe fatal en el minuto 93. 

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