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La hora de la grandeza

La GRANDEZA y la SABIDURÍA de DIOS

El presidente ha convocado para el lunes en el CCK a una reunión de unas 150 personas para presentar la base de un acuerdo político por el que se encaren las reformas que el país necesita para dejar atrás 80 años de decadencia.

En esa reunión Macri piensa tejer, principalmente con los gobernadores, una estrategia de consenso para luego transformar las ideas en proyectos de leyes previamente acordados y que, con esa características, lleguen al Congreso para su discusión y sanción.

Al presidente nunca le gustó hablar de acuerdos al estilo de la Moncloa sino que siempre privilegió el tratamiento sectorial de los asuntos. Pero este escenario, si no es una Moncloa, se le parece bastante.

Además de los gobernadores estarán presentes legisladores, empresarios, sindicalistas, miembros de organizaciones civiles, los jueces de la Corte y hasta representantes de las religiones más importantes del país.

Es de la mayor trascendencia que el presidente haya invitado a esta reunión simbólica. Y digo simbólica porque obviamente en una multitud como esa es imposible generar un dialogo directo. Se trata de la tan mentada metáfora que siempre hizo alusión a que “los argentinos debemos reunirnos alrededor de una mesa” para discutir y ponernos de acuerdo en el país que queremos. Es obvio que semejante muchedumbre no se puede “sentar alrededor de una mesa”. Pero es una señal importante (y más después de un triunfo como el del domingo) que el presidente de claras muestras que entiende perfectamente que por más votos que haya recibido, las bases de un país desarrollado no pueden sentarse sobre la imposición del triunfador sino sobre un acuerdo que torne renovable y sustentable un orden jurídico para el desarrollo.

Si ese orden se impone desde una mayoría circunstancial sin buscar el consenso de una sólida base de representación que trascienda una victoria en las urnas, simplemente no durará y, cuando la ecuación electoral cambie, correrá el peligro de ser destruido por los que vengan, como siempre ha ocurrido en la Argentina.

Parte del país vivió 164 años bajo la equivocada idea de que ese paso había sido ya dado en la Convención Constituyente de Santa Fe que sancionó la Constitución de 1853. Pero no. Ese experimento, basado en el triunfo en Caseros, si bien intentó hacer una simbiosis inteligente de las distintas tradiciones argentinas bajo la primordial pluma de Alberdi, no alcanzó. Y cuando quienes debían continuar lo construido por la Generación del ’80 (que fue quien dio comienzo a la implementación práctica de la Constitución) murieron en la Guerra del Paraguay el país quedó huérfano de sucesión y al menor traspié (la crisis mundial de 1929) volvió a sus tradiciones autoritarias, a las mismas que lo habían dominado desde Mayo de 1810 hasta la sanción de la Constitución.

Ese acuerdo entonces quedó herido de muerte, nunca más volvió a funcionar como estaba pensado y como había sido jurado. El país, como consecuencia, entró en una decadencia sistemática que lo llevó desde aquellos primeros lugares en el mundo que había alcanzado a compartir posiciones de lástima entre naciones pobres, en un fenómeno que, aun al día de hoy, medio mundo no se explica.

El presidente tiene una responsabilidad mayúscula. La historia y las circunstancias lo han colocado por el desarrollo normal de los hechos en una posición desde la que puede torcer este rumbo de derrumbe y deterioro. Pero no podrá hacerlo solo. Ningún perfil social impuesto desde la victoria será perdurable. Macri quizás como ninguna otra persona en las últimas décadas, puede estar en las puertas de demostrar una grandeza verdadera, un patriotismo auténtico, lejos de la demagogia y de la especulación baja.

Si es verdad que el presidente ha tomado conciencia de la dimensión de la hora, es probable que nosotros estemos siendo contemporáneos de un hecho tan revolucionario como la sanción y jura de la Constitución de 1853.

Ya sabemos que muchos presidentes han considerado que la historia empezaba con ellos. Pero tras cartón lo que hicieron fue suponer que ese comienzo necesariamente significaba acabar con todo lo que no fuera igual a ellos. Por eso mismo esas “inauguraciones” se hundieron cuando ellos se hundieron y duraron lo que ellos duraron.

Para que estemos realmente frente a una bisagra histórica, la Argentina (el gobierno, la oposición, los gobernadores, el Congreso, los jueces, la sociedad) debe abrir paso a un consenso amplio sobre un conjunto mínimo de ideas que sean capaces de trasmitirle a cada argentino la seguridad de que, sea cual sea el resultado de sus próximas decisiones políticas, esa base será inconmovible y jugará como un cimiento sólido como la roca para que cualquiera que confíe en el país no vaya a ser defraudado.

Se trata de una idea simple y muy antigua que los fundadores de la modernidad llamaron “seguridad jurídica”. El presidente puede estar ante la enorme posibilidad de decirle a los argentinos y al mundo que las garantías del futuro no radican en él sino en el Derecho; que él ha sido solo un ciudadano bendecido por la chance de entregarle a la sociedad esta oportunidad.

Los argentinos, la dirigencia, los empresarios, los sindicatos, todos, debemos estar a la altura de un momento que puede ser crucial para el país. Estamos ante la posibilidad de concebir una Argentina nueva, de dar nacimiento a un país completamente diferente del que conocimos hasta ahora. La sola mención de esa empresa debería alertarnos sobre la envergadura de lo que tenemos por delante. Es hora de grandezas, esas mismas que suelen ir acompañadas de atronadoras humildades.

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