Aruba

En el Caribe francés

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Parece que el Boeing triple siete de American Airlines va a aterrizar en la arena. O que uno podría tocarle la cabeza a la gente que está tomado sol en la playa. Es que el Aeropuerto Internacional Princess Juliana en la isla de St Martin/Maarten está pegado a una de las playas más concurridas del lado holandés de esta isla mágica, enclave europeo en pleno mar Caribe.

Los aviones vuelan a escasos 25 metros de la arena (aviones de pasajeros de gran porte, incluyendo el Boeing 747, que es común en la isla) atrayendo a los aficionados a la aviación a esta costa.

Como la pista de aterrizaje y despegue no cuenta con lugar de rodaje, la misma tiene dos salidas para el giro de 180 grados, y la mayoría de las veces, un avión tal como el Boeing 747 o el Airbus A340, que son los más grandes que llegan a este aeropuerto, tiene que utilizar el total de la pista para su recorrido de frenado y de despegue. Cuando se despega desde la cabecera, los aviones pasan a escasos metros de la defensa.

Pero ya estoy aquí, en medio del paraíso. La isla tiene apenas 88 km2 de superficie y dos naciones -Holanda y Francia- comparten su soberanía pacíficamente desde hace 367 años, luego que los españoles la abandonaran en 1648.

Las historias sobre la división (Francia mantuvo la porción más extensa) son realmente curiosas. Pero la que se lleva el premio, y que muchos aseguran es la realmente cierta, es la que cuenta que ambos países acordaron dividir la tierra del siguiente modo: dos corredores saldrían del mismo lugar corriendo en sentido opuesto. Cuando volvieran a encontrarse se trazaría una línea imaginaria al lugar de salida lo que marcaría la división que ambos países se comprometían a respetar. Parece ser que el corredor holandés se distrajo con algunos tragos demás por el camino y el francés cubrió más perímetro, dándole a Francia más territorio. Increíble, pero, quizás, cierto.

Si bien en tan pequeño territorio parecería a priori difícil que se noten las diferencias culturales, pues se notan. Y bastante.

El lado holandés está mucho más norteamericanizado, por decirlo de alguna manera: las señales de las calles, la tipografía de sus carteles, el idioma que más se escucha por la calle, parece que han sido traídos desde los Estados Unidos. Todo eso mismo, parece Europa en el lado francés. El sello distintivo del lado holandés son los casinos; del lado francés, la gastronomía.

Pero ya estoy listo para empezar a recorrer este lugar que Colón descubrió en su segundo viaje a las “Indias” en 1493, en el mismo día de San Martín de Tours, el 11 de noviembre. De allí su nombre.

Es indispensable alquilar un auto en St Martin/Maarten porque lo bueno es moverse como un local. Así que saco un Terios blanco, ideal para la isla.

Estoy hospedado en el lado francés en el hotel Mount Vernon, en Orient Beach. En realidad la propiedad combina los servicios de hotel con los de condominio y las unidades tienen dueños particulares. Las distintas habitaciones están repartidas en varios edificios en una construcción aterrazada desde la que se tienen vistas magníficas del mar, turquesa en la playa, celeste en el horizonte.

A la mañana, el desayuno es espectacular. Toda clase de mermeladas y dulces, aunque desde el primer día quedo muerto con la confiture de passion: nadie podrá despegarme de ella por el resto de la estadía.

Bajando a la playa, la arena es absolutamente blanca y el mar no es bravo, pero es divertido, quiero decir, no es una bahía calma y sin olas: aquí se puede barrenar y hasta terminar revolcado. Orient Beach es famosa por sus sectores “naturistas” que en buen romance significa andar desnudo por la vida. Hay varios hoteles incluso que brindan servicios exclusivos a los naturistas. El más famoso obviamente el Club Orient. Mount Vernon es un extremo de Orient Beach; el sector nudista está en el otro extremo, a 10 minutos caminando por la orilla. Todo ese perímetro está poblado de hoteles, restaurantes que dan sobre la playa y lugares que alquilan todo tipo de equipamiento para hacer deportes acuáticos. Muy divertido el Jet Sky, que te permite surfear esa agua cristalina y esos tonos irrepetibles.

La playa está muy bien provista de paradores en los que se puede comer desde una simple hamburguesa o tomar una cerveza, hasta almorzar como en los mejores restaurantes de Europa, con una increíble oferta gourmet acompañada por muy buenos vinos y champagne.

Cuando llega la noche hay un increíble centro ubicado más o menos detrás del parador Kakao en el que una serie de restaurantes rodean una plaza y dan un clima especial para disfrutar una buena cena.

En la playa además de Kakao, está muy bueno Aloha y en la Village de Orient Bay, los restaurantes Le Piment y la Table de Antoine.

Al día siguiente me levanto temprano y, luego de mi desayuno con la consabida confiture de passion, emprendo mi viaje a Phillisburg con mi Terios blanco. Phillisburg es la capital del lado holandés, al otro lado de la isla yendo desde Mount Vernon. Es una buena oportunidad para admirar el paisaje. Ya me anoto Grand Case para volver una noche a cenar: está debe ser la capital mundial de los restaurantes. Sigo anotando: Pic Paradise el lugar más alto de la isla, Marigot la capital del lado francés, el fuerte St Louis, en fin mi agenda suma y suma.

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Pero entre una cosa y otra llego a “Blue Safaris” en “Bobby’s Marina”. Desde aquí saldrá mi excursión a la vecina isla de Anguilla en un catamarán pequeño. El día es brillante; protector solar 50. Hay una brisa suave y la temperatura es ideal.

Salimos del puerto y entramos en alta mar. El cruce es corto pero permite darnos una idea del azul profundo del mar. Me pongo a conversar con William, el timonel, que al rato –privilegios del periodismo- me entrega el timón. ¡Qué sensación espectacular! Cuando estamos acercándonos a la entrada del muelle el privilegio se acaba: el timón vuelve a manos del experto. Desembarcamos en una playa de arena que parece sal. Es aún más blanca que en St Martin/Maarten.

Mi equipo de snorkel me permite ver un paisaje de peces de colores indescriptible. El agua es más clara que la de cualquier canilla de Buenos Aires. Pasamos un rato en esa maravilla, hasta que se hace la hora de almorzar. Todo es bien agreste, menos el menú. Comemos al aire libre en medio de un parador de la playa. La cerveza esta helada y la música que preparó William -ahora en su calidad de DJ- es una mezcla de calypso, raggae, rock…

Anguilla es una isla de resorts, una joya de millonarios que, con estas excursiones de medio día uno puede disfrutar por unos pocos pesos.

Al regresar bajamos en el puerto de Marigot y trepo al fuerte St Louis. Desde aquí hay una magnifica vista casi en redondo y uno imagina las escenas de barcos piratas queriendo atacar la isla y la defensa resistiendo desde estas mismas paredes amuralladas.

Al bajar recorro un poco las calles de la “ciudad”. Marigot es como para pedir que te la envuelvan para llevártela a tu casa: hay librerías, supermercaditos bien parisinos, galerías de arte, negocios de puerto libre, fruterías y mercados de alimentos orgánicos. El francés domina el murmullo imperceptible de la gente. Es rara esa predominancia. Pero sí: aquí se habla francés, las indicaciones están en francés, los carteles están en francés, estoy en el Caribe francés.

Ceno temprano en el Bistro de la Mer, sobre uno de los extremos de la Gare Maritime. Las especialidades de la casa son la langosta, los langostinos y todo tipo de comida con frutos de mar, con el conocido toque gourmet francés, acompañado de una buena carta de vinos. Pero ojo, la pizza es riquísima también.

Busco mi Terios para volver a Mount Vernon en medio de una noche oscura y profunda. Miles de luces parecen incrustadas en un horizonte que no distingue la tierra del cielo. Son casitas en medio de las montañas, continuidades de las estrellas que brillan fuertemente en ese cielo negro e interminable.

Al día siguiente enfilo hacia Pic Paradise. El camino deja de ser lo que era. Se trata de apenas un sendero. Trepo y trepo hasta que debo decidir si sigo o no. Lo que tengo adelante es una cuesta muy empinada pero decido poner la primera de fuerza y meterle para adelante. Llego a la cúspide.

Habrá sido un kilómetro y medio bien empinado. Lo único que pedía -además de llegar-  era que ningún auto viniera de frente porque veía muy poco espacio para pasar. Arriba no hay mucho lugar para estacionar, pero hay un sendero para caminar hasta la mismísima cumbre. El complejo de Loterie Farm (restaurante, piscina,) vale la pena visitar, aunque caro. La vista es absolutamente impagable. Hay un silencio profundo, una brisa agradable, en el horizonte azul el cielo se mezcla con el mar en una línea apenas perceptible.

Por la tarde cruzo a St Barths, ese aspiracional que invita desde su mismísimo nombre. Gustavia es su capital que también tiene el puerto principal de la isla. Voy a pasar la noche aquí, así que ni bien desembarco alquilo un auto en el mismo puerto.

St Barths es la única isla caribeña colonizada por Suecia durante un tiempo significativamente largo. Es muy pequeña: tiene apenas 22 km2. Así que decido darle una vuelta completa. En el lado sur de la isla, Saline es una playa prácticamente virgen. En el borde occidental de la isla encuentro el acceso a la playa Colombier, pero no puedo llegar con auto: la arena solo es accesible por barco o una caminata. Las playas St. Jean, Flamands y Grand-Cul-de-Sac son playas populares y atractivas que tiene hoteles y varios paraderos. Shell Beach es popular para las familias con chicos e ideal para un poco de surf.

Paro en un Bed & Breakfast sobre la playa, el Hotel Manapany Cottages & Spa. Situado sobre la misma línea del mar en Anse des Cayes, el hotel cuenta con una piscina al aire libre, un spa y hasta canchas de tenis. Las habitaciones tienen aire acondicionado, y dan al jardín o al mar.

Rodeadas de cocoteros y plátanos, las habitaciones del Manapany están en la ladera de la montaña o directamente en la playa. Todas disponen de minibar, conexión WiFi gratuita, televisores, línea telefónica, y un baño típicamente europeo. Su restaurante Fellini sirve cocina italiana y ofrece unas maravillosas vistas al mar.

Por la mañana regreso a St Martin/Maarten. En el estacionamiento del puerto me esperaba el Terios. Manejo hasta Phillisburg, la capital “holandesa” y almuerzo en uno de los restaurantes que dan sobre la bahía. Es la “espalda” de la calle principal, que es una especie de mercado persa, mezcla de electrónicos, casas de habanos, tiendas de ropa, recuerdos y todo lo que pueda vendérsele a los miles de cruceristas que todos los días bajan aquí para pasar el día entre el sol y las compras.

Para volver a Mount Vernon elijo el camino opuesto al que hice el primer día para poder tener una idea completa de la isla. Voy parando en distintas playas y sigo tirando decenas de fotos con el teléfono.

Tenía la idea fija desde que pasé por aquí el primer día y hoy que es mi cena de despedida me voy a dar el gusto de comer en Ocean 82 en Grand Case. El lugar es muy lindo, la vista a la playa, se come muy bien, aunque los platos no son muy abundantes. En la entrada tiene un acuario enorme con muchas langostas donde se puede elegir la que uno prefiera. Para postres: ¡el volcán de chocolate! El maitre me comenta que si pago en efectivo los precios en euros se transforman en dólares: en todo el mundo se cuecen habas…

Regreso a Mount Vernon y bajo a la playa de noche. El cielo completamente despejado contrasta con algunas nubes en el horizonte. No soy el único que anda por aquí. Hay parejas, familias. Repaso estos días en el Caribe francés y emprendo el regreso a la habitación para recopilar estas vivencias en mi diario. El borrador de lo que acaban de leer.

 

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