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El intringulis

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Las discutidas relaciones entre Jorge Bergoglio y Mauricio Macri (o el gobierno de Cambiemos) son -al menos desde el lado del Papa- una manifestación secundaria de un conflicto más profundo que no se desarrolla entre Roma y cualquier otro gobierno del mundo que tenga una visión no-asistencialista de la vida, sino dentro de la propia Iglesia, o, más bien, dentro del catolicismo.

Y mientras ese conflicto no se resuelva, la tirantez entre la concepción católica de la existencia y la que podrían tener gobiernos de progreso (nótese que digo “gobiernos de progreso” y no “progresistas”) va a subsistir -con los matices lógicos que puedan darle los personajes que se encuentren circunstancialmente en los sillones de Roma y en el de los mandatarios laicos de gobiernos civiles- pero no podrá ser superada.

¿Y cuál es ese conflicto interno, profundo, asfixiante, contradictorio y -en esa misma medida- desesperante? Pues sencillamente, el siguiente: el catolicismo se queja de lo que alaba.

En el centro de esa discusión que lleva siglos sin poder resolverse se encuentra la pobreza. En efecto, el catolicismo alza la voz frente a la miseria, a la escasez, a la condición en la que viven los pobres. Pero al mismo tiempo eleva a la pobreza y a los pobres a un status moral superior, con el que confronta la abundancia y, en definitiva, la riqueza.

El catolicismo tiene, en el centro de su entendimiento, un concepto cerrado y finito de la riqueza según el cual ésta consiste en lo que hay: no puede crearse más, de resulta que los eventuales incrementos marginales vayan a los bolsillos de los que hoy son pobres para que dejen de serlo. No: el catolicismo sostiene -como el populismo- que los pobres solo pueden salir de la pobreza si la riqueza que ya existe se “redistribuye” de otra manera.

Esta concepción deriva del carácter subalterno que para el catolicismo tiene la libertad. En efecto, la Iglesia de Roma no cree que, en el ejercicio libre de sus derechos civiles, las personas pueden hacer trepar su riqueza hasta dónde su ingenio se los permita. No: la Iglesia cree que el Estado debe poner un tope “social” a ese incremento individual y ejercer un  poder de redistribución de los excedentes.

Como consecuencia de ello, los sistemas socioeconómicos que comparten esa concepción colocan un cepo al ingenio y un desincentivo a la inversión, con lo cual, persiguiendo en teoría mejorar la condición de los pobres, la empeoran.

La elevación moral de los pobres y la condena social de los ricos, estigmatiza la persecución del éxito y al no haber abundancia de gente persiguiendo el éxito, la actividad se estanca y la pobreza crece.

El catolicismo reivindica el estoicismo de los pobres pero lanza palabras de fuego para referirse a la situación en la que esa gente vive, sin reparar que esa situación fue generada, precisamente, por el tipo de cosmovisión económico-social que profesa.

Parecería que la respuesta a la pobreza debe ser el asistencialismo y la solidaridad, elevando así a situaciones que deberían ser marginales y de excepción al centro de una posición ante la vida, los factores de producción y la gestión de los gobiernos.

Estas posturas tienen un amplio sostén social por la sencilla razón de que es políticamente incorrecto hablar en contra de la sensibilidad. Pero muchas veces resulta más sensible socialmente un frío calculador de las ecuaciones económicas que un demagogo trepado a un atril microfonado.

Hoy en día está al aire una publicidad de una obra social prepaga que consiste en reproducir distintas situaciones de la vida en donde una persona le aconseja a otra una determinada conducta. Esa persona no le dice a la otra “te quiero”, “te amo”, simplemente le dice que haga determinada cosa. Ni siquiera le dice que se lo está diciendo por su bien (aun cuando eso sea evidente). El comercial remata diciendo que para “Fulano” esa es la manera de decir “te quiero”.

Pero la demagogia social ha instalado que, a lo mejor, vale más decir “te quiero” que romperse el lomo para poder darle a una familia una cobertura médica.

No quiero ganarme con esto el odio del todo el psicologismo social y pasar a estar etiquetado como aquel que propone una sociedad sin “te quieros”. No digo eso. Digo que el valor de hacer, de lograr, de producir, debe tener –como mínimo- una consideración social y hasta religiosa, igual a la de la “sensibilidad”: si todos fuéramos sensibles y nadie produjera nada, la sociedad se moriría de hambre.

El catolicismo debe resolver ese intríngulis entonces: no puede haber quejas contra el estado social al que se considera moralmente superior. Si hay quejas contra la pobreza se debe favorecer un sistema económico que la elimine, no que la administre. En el sistema de “administración de la pobreza” el único que sale beneficiado es el “administrador” que termina enriquecido a fuerza de explotar corruptamente los planes que, teóricamente, se instrumentan para paliarla.

En ese escenario no resulta extraño ni difícil de explicar el hecho de que los políticos que defienden sistemas de “administración” y no de erradicación de la pobreza, se muestren contrarios a las políticas económicas que en distintos países del mundo han demostrado su eficiencia para eliminar la pobreza o para reducirla a niveles mínimos. Esas políticas atentan contra su “negocio”: sin pobres o con pocos pobres, ellos ¿de qué se disfrazarían?

¿Es esa pregunta trasladable al catolicismo?, ¿se debe a eso que la religión católica haya perdido tantos adherentes a manos de otros cristianismos que, más cercanos a Lutero y Calvino, consideran que es el éxito material en esta vida la señal de la verdadera salvación?

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