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Cuento de hadas

Hoy se celebran los 70 años de “gratuidad” de la Universidad. Incluso Axel Kicillof participó de un acto en su conmemoración. El concepto en sí implica una enorme distorsión que ayuda a configurar un molde mental erróneo que se multiplica como si fuera una polea de trasmisión y que va perfeccionando en el imaginario colectivo la idea de que las cosas gratis son efectivamente posibles.

Si la Universidad fuera gratis, ¿quién le pagaría a los profesores, quién proveería los elementos necesarios para que sus actividades se desarrollen, quién limpiaría sus instalaciones, quién se haría cargo de los servicios de luz, gas, teléfono y todo lo que su operación cotidiana genera?

La Universidad, como nada en la vida, es gratis. Alguien paga los gastos. El interés por profundizar la convicción social de que hay ciertos servicios que pueden brindarse “gratis”, forma parte de una táctica de dominación mental que el populismo maneja con maestría ya sea para acceder al poder o para mantenerse en él.

En efecto, si hay porciones importantes de la sociedad que creen que una determinada idea política o tendencia ideológica puede hacer posible la mágica “gratuidad”, es posible entonces que los capitostes que representan esas opciones tengan más oportunidades de llegar al poder simplemente porque la gente creerá, justamente, que ellos viabilizarán los recursos para que cada uno pueda vivir del aire.

Bueno, muy bien: de aire no se vive, lamentablemente.

De modo que cuando en el ámbito de la educación o en cualquier otro la gente escuche las palabras “gratuidad” o “gratis”, deberá hacer una segunda lectura y leer “socialización” (ya sea de la educación o de lo que sea que se trate que nos estén queriendo vender como “gratis”)

¿Y qué quiere decir “socialización”? Muy sencillo: que los costos del mantenimiento de la actividad que se trate (en este caso las universidades) serán repartidos entre todos los contribuyentes, utilicen estos o no los servicios presentados como “gratuitos”.

Muchas veces la manera que los contribuyentes tienen de pagar esos costos son francamente malsanos o perversos. En efecto, cuando la pasión por la demagogia se desborda y entramos en una etapa de “de todo para todos” (como la Argentina kirchnerista del pasado supo conocer, desde las milanesas, hasta el fútbol y desde el automovilismo hasta la merluza) la manera de pagar por esos costos del “de todo para todos” es con un desborde inflacionario que termina pegándole a los más pobres y a los que menos tienen.

Se trata de una inexplicable paradoja que los populistas no pueden resolver: todo el enjambre de regulaciones que crean para que “la sociedad” sostenga los costos del “de todo para todos” termina generando unos costos de tal magnitud para la actividad económica que las consecuencias las terminan pagando los consumidores.

En el caso de universidad en la Argentina es doblemente paradójico. El país se ha convertido en el subsidiador regional de los estudios de América Latina, dándole educación universitaria a cualquiera que venga al país con la idea de estudiar,  endilgándole los costos de ese mantenimiento a toda la sociedad que los paga vía una estructura impositiva insoportable o sufriendo una tasa de inflación que ha sido superior al 60% en promedio en los últimos 70 años, en donde paradójicamente se impuso esta tendencia ideológica.

Nótese, obviamente, la notable coincidencia temporal del ciclo inflacionario argentino con el aniversario que se conmemora hoy.

Estoy seguro que muchos van a saltarme a la yugular acusándome de que yo estoy diciendo que la causa de la inflación crónica de la Argentina es la gratuidad universitaria. No. No estoy diciendo eso.

Lo que estoy diciendo es que el desmadre económico del país comenzó cuando un conjunto de creencias comenzó a ser trasmitida exitosamente al inconsciente colectivo en el sentido de que, desde el Estado, se podían instrumentar medidas de resultas de las cuales la población iba a disfrutar “gratis” de determinados servicios.

Como la comodidad es fácil de creer, los segmentos sociales que fueron adhiriendo consciente o inconscientemente a esas ideas fueron en aumento. Cada vez resultó más difícil sostener ideas contrarias y tratar de explicarlas y, en muchos casos, quienes tenían esos sólidos argumentos se sintieron verdaderamente avergonzados de exponerlos. Era tal la fortaleza de la corriente social media en el sentido de que el Estado podía tornar la vida de todos en algo “gratis”, que quienes pretendían demostrar que eso era una falsedad finalmente terminaron sucumbiendo al tsunami de la fuerza bruta, se callaron o terminaron hablándose entre ellos.

Mientras ese círculo de magia no sea roto y mientras la gente no entienda que no hay nada gratis; que alguien paga por los costos del mantenimiento de una actividad (o la actividad pasará a prestarse de manera tan ineficiente que todo el mundo estará disconforme con ella) la Argentina seguirá viviendo en una nube de gas, creída inocentemente que busca un paraíso posible que nunca llegará.

Mientras tanto, los capitostes de la mentira sí mejorarán su estándar de vida, como lo prueban las múltiples evidencias de referentes de esas ideas que han pasado a convertirse en inexplicables millonarios cuando lo único que se conoce de ellos es su paso por la función pública.

No se sabe por qué los argentinos prefieren vivir es esta estupidez que convierte en una privilegiada elite a unos pocos y en miserables sostenedores de una estructura socializada a todo el resto. Parece que son felices así, como los niños cuando sus madres antes de dormir les contaban fantásticos cuentos de hadas. 

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