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Cambiar el estereotipo para que cambien los impuestos

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El fin de semana trajo la noticia de que el gobierno prepara una reforma tributaria profunda para 2017. La información adelantó que es posible que se suprima el impuesto a los bienes personales (que de por sí entrará en un tobogán de alícuota desde este mismo año) y el monotributo, y que se creen los impuestos a la herencia (impulsado por Prat Gay con el consejo en contrario de Alberto Abad) y al patrimonio neto, pagable, este último sobre una base de cálculo que tenga en cuenta los activos y los pasivos de los contribuyentes.

Sin embargo ninguna de estas noticias es la que podría cambiar sustantivamente el componente axiológico que toda estructura impositiva debe tener.

En efecto, al definir un sistema tributario, un país indirectamente se da a conocer tal cual es, muestra lo que castiga y lo que premia, lo que le importa y lo que no le importa, qué personajes de la sociedad son para él importantes y a quien decide admirar y señalar como ejemplo para los demás.

En ese sentido, no solo los impuestos, sino el sistema jurídico argentino es un carnet de identidad del país y, por supuesto, una explicación contundente de por qué estamos como estamos y por qué llegamos hasta donde llegamos.

Ese orden jurídico –y en particular las leyes tributarias- constituyen el ADN argentino, el ácido embrional que nos define desde nuestra propia sangre. ¿Es cambiable ese código genético? No lo sabemos, pero si no lo intentamos, la Argentina seguirá siendo ese país dependiente y colonial que todos conocemos; ese país tibio, que se parece mucho al que pierde las finales de fútbol de modo inexplicable. Un país timorato, con temor, lleno de incertidumbres, esquivo de los desafíos y amigo de las soluciones fáciles, de los culpables ajenos, de las empresas emprendidas por otros y descreído de que puede soñar en grande.

¿Pero qué cuernos tiene que ver todo este divague filosófico con una cuestión tan material, concreta y hasta tan “metálica” como son los impuestos? ¡A mis amigos, tiene TODO que ver! Es más, la definición que tengamos sobre aquel divague dibujará nuestros impuestos y ellos, a su vez, profundizaran aquellos costados psico-sociológicos que seguirán gobernando nuestro destino como nación.

Pues bien, ¿y cuál es, entonces, esa identidad secreta que una correcta lectura del sistema impositivo argentino nos permite discernir, casi como un psicólogo puede diagnosticar qué tipo de paciente tiene enfrente?

El sistema impositivo argentino premia al dependiente y condena al independiente. Cobija a quien trabaja para otro y castiga al que trata de abrirse camino solo en la vida. El sistema jurídico en general, también. Y el laboral, ni hablar.

El personaje central de la vida argentina para su Derecho y, en especial, para decidir cómo se distribuyen los impuestos es el trabajador en relación de dependencia. Ese es el ser venerado, el molde de la sociedad, el tótem a imitar, porque él es el dueño de todos los privilegios.

El autónomo, el que no quiso depender de nadie, el que trabaja para sí (aun cuando le dé trabajo a otros), ése, es un ser menospreciado para el Derecho argentino. Es un perfil humano subalterno al que la sociedad no le rinde tributo, no siente respeto por él (porque ese es el mantra tácito que baja desde el poder y desde la ley) no lo distingue, no lo honra, no pretende imitarlo, no lo privilegia, ni mucho menos lo mima.

Todos los beneficios son para los que trabajan en relación de dependencia. Todas las modificaciones que dan alguna ventaja impositiva también son para ellos. Los jubilados autónomos nunca están incluidos en ninguna mejora del régimen. Es como si los que quisieron abrirse camino solos en la vida son portadores de una especie de sarna que los condena a ser siempre los marginales del sistema.

Otras sociedades en cambio, las más progresistas del mundo, donde las personas viven mejor y adonde todo el mundo quiere ir a vivir, han transformado a ese emprendedor solitario en una especie de héroe social. Todo el sistema está preparado para mimarlo, protegerlo, para que cada día haya más de ellos.

Todos aquellos que no pertenecen a esa raza, sin embargo, los admiran, leen sus historias, siguen los avatares de sus vidas, hablan de ellos con fascinación y en un rincón esperanzado de su corazón desearían, algún día, ser como ellos. Esa película social es trasladada a la foto de la ley. El orden jurídico vuelca en sus normas generales, en las laborales y, por supuesto, en las impositivas esa admiración por los hombres que se hacen a sí mismos.

Esos países son verdaderamente independientes porque sus individuos (de a uno) han decidido serlo. No importa que no todo el mundo pueda ser un trabajador para sí mismo y que, al contrario, la mayoría –como es natural- trabaje para otro. Lo que importa es la mentalidad independiente que acompaña aun al dependiente.

Esa cultura hace que la ley se confeccione de una manera, para favorecer a esos estereotipos bravos, admirados por la sociedad. Al contrario en los países dependientes la ley se elabora para mimar a los perfiles sumisos que esos países admiran.

En la Argentina cuando un político se ve en la obligación de hacer alguna referencia a los empresarios en sus discursos, la hace (porque no es tonto) pero con la inmediata aclaración de que se refiere a los “pequeños y medianos”. ¿Y cómo será un país que, como mucho, elogia a los pequeños y medianos empresarios? Pues pequeño o mediano, ¿qué duda tienen?

Por años –y en gran medida aun continua- el máximo desiderátum de un argentino era convertirse en empleado del Estado. La realidad convenció a millones de que efectivamente quienes cumplían ese sueño tenían una vida suave y arreglada: no se los podía echar (hasta que semejante prerrogativa fue llevada incluso al texto de la mismísima Constitución), su salario estaba asegurado, sus vacaciones también y el nivel de esfuerzo era mínimo.

Hasta que el kirchnerismo distorsionó también las escalas de ganancias, esa palabra no pasaba ni cerca del vocabulario de un trabajador en relación de dependencia. Y repetimos: se acercó solo por los desaguisados del gobierno de Fernández, pero no por un cambio en la definición axiológica del orden tributario.

No estamos aquí desconsiderando el trabajo en relación de dependencia. No se trata de eso. De los 4000 millones de trabajadores activos del mundo, la mayoría trabaja en relación de dependencia. Lo que aquí decimos es que los países son lo que sus sociedades tienen como modelo. Los países que tienen como modelo el trabajo en relación de dependencia –y así lo manifiestan en las preferencias de sus leyes- son países dependientes. Y los países que tienen como modelo al emprendedor individual –y así lo manifiestan en las preferencias de sus leyes- son países (y ciudadanos) independientes.

Mientras la Argentina no produzca ese click de personalidad, podrá hacer muchos cambios en su legislación impositiva pero nunca será un país independiente y tampoco será la tierra de los desafíos, de la bravura y de la libertad.

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