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Ante un peligro sin precedentes

Ayer escribíamos esta columna cuando el largo relato de la acusada por corrupción en la obra pública, Cristina Fernández, estaba aún en plena ejecución.

Confieso que lo que más me sorprendió de todo el espectáculo fue la sorpresa con que mucha gente recibió toda esa perorata de mentiras, repetidas con fruición y épica. La sorpresa por la sorpresa, sería mi resumen de lo visto ayer.

¿Quién podía esperar otra cosa de un ser cargado de resentimiento, odio, venganza, petulancia, grandilocuencia y revanchismo? Sabe que está hundida hasta la cabeza por la abrumadora prueba que la acorrala. ¿Qué otra cosa que asumir el rol de una víctima perseguida por los ricos podía esperarse? Ninguna. Fernández ya no puede sorprender con su conjunto de obviedades, dichas con enjundia.

Ni siquiera la intención de arrastrar al barro al presidente electo -a quien demuestra manejar como un muñeco- llega a conmover: Fernández hará lo que sea para salvar su pellejo. Desde considerarse por encima de la ley (como si fuera un reina absoluta de la Edad Media que mantiene a sus esclavos sumidos a sus pies y a quienes aplica sin piedad la fuerza del Estado, mientras ella mira desde un pedestal la suerte de esos pobres idiotas), hasta declarar que ella no acepta otro juicio que no sea el de la Historia, Fernández es capaz de decir cualquier cosa, como generalmente hacen los delirantes.

No hay novedades que provengan de la jefa de la banda. Todo en ella es previsible. Solo los muy ingenuos, los muy “vivos” o los muy estúpidos pueden caer víctimas de sus engaños. Es, como siempre fue, una embustera. Y el de ayer fue otro acto más en donde intento perfeccionar un nuevo embuste. De modo que me ahorraré el tiempo de comentar semejante fárrago de mentiras, vaguedades y llamaradas de furia contenida.

Pero sí no puede evitarse un comentario sobre la conducta paupérrima del Tribunal. Lo que ocurrió ayer no podría haber pasado nunca en un país civilizado. Por menos de un cuarto de las groserías que Fernández se dio el lujo de decir ayer, cualquier otro ciudadano hubiera sido detenido de inmediato por desacato a la Justicia. Son las prerrogativas que dan la valentía de los fueros.

Pero eso no debió detener a los jueces de cumplir con su trabajo. A los pocos minutos de comenzar su parrafada Cristina Fernández debió ser advertida de que, por su propia conveniencia, el Tribunal esperaba alguna prueba que derribara las constancias del expediente. Se le debió indicar que nadie está obligado a bancarse un secuestro de más de tres horas para escuchar insultos al Universo. Podría alquilar una tribuna política para eso; pero no los estrados de un tribunal, que son costeados por el esfuerzo económico de todos los argentinos.

Los jueces también deberían haber detenido la declaración y llamar de inmediato a un fiscal para que iniciara una causa separada en juzgado a sortear, cuando Fernández dijo saber que la sentencia ya estaba escrita. Eso es un delito y, teniendo en cuenta la calidad de funcionario público que ostenta Fernández, debió ser considerado como una denuncia en el sentido de que ella estaba en conocimiento de que el Tribunal estaba condenándola sin respetar la defensa en juicio.

La amenaza final de que los que iban a tener que responder preguntas iban a ser ellos y no ella, hubiera sido suficiente para detenerla. Pero, una vez más no lo hicieron.

Si esta es la Justicia que se supone va a defender los derechos de la mitad de la sociedad que no votó por el atropello, el tema sí que se pone pesado.

En la Argentina se impuesto una fuerza de ocupación. Por el voto “furia”, “desilusión”, “heladera vacía” o por lo que fuera, lo que llegó al gobierno es una horda autoritaria llena de rencor y con sed de venganza. Ellos creen que el Estado -cuando no la Patria misma- les pertenece y que una conspiración de blancos ricos que compraron periodistas y jueces se los arrebató ilegalmente. Vienen a poner las cosas en su lugar… En el lugar de ellos. Nos vienen a enseñar cuántos pares son tres botas.

Una de las defensas que tiene la sociedad frente a esta fuerza de choque es la Justicia. La otra es la prensa.

Si la Justicia va a adoptar la postura que adoptó ayer para poner a los prepotentes en su lugar, el país está perdido. Y la gente que espera ser defendida del atropello, también.

Los jueces no tienen  derecho a la cobardía. En sus manos está parte del futuro de la República. Es cierto que siempre han sido acomodaticios y han estado atentos a los “vientos políticos”.

Pero si no entienden que esto es muy diferente a las clásicas paparruchadas de la Argentina; que aquí llega el intento más serio de que se tenga memoria para instalar una dictadura familiar sin precedentes en la historia moderna -solo comparable quizás a las de Ceausescu o del Marical Tito- entonces la suerte de 22 millones de argentinos estará echada. Sin defensa. A merced de la voluntad de una Reina fría, calculadora, impiadosa y solo movida por el odio de la venganza. Casi todo lo que el Che pedía para el verdadero revolucionario. Solo le faltaría, para cumplir con los requisitos pedidos por el “Carnicero de la Cabaña”, convertirse en una sanguinaria “máquina de matar”.

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